CURSO DE BIOLOGÍA

Alejandro Porto Andión

 
 

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TEMA 20: MICROORGANISMOS.                                                                                                  

1.- INTRODUCCIÓN. 

            El poder de resolución del ojo humano, es decir, su capacidad para distinguir entre dos objetos puntuales que se encuentran muy próximos, es de alrededor de 0,2 mm en el mejor de los casos. Debido a ello, una parte muy sustancial de la gran diversidad de seres vivos que constituyen nuestra biosfera escapó a la observación humana hasta épocas muy recientes: se trata del grupo de seres vivos que hoy denominamos microorganismos.

            Los microorganismos constituyen un grupo de seres vivos sumamente heterogéneo cuya única característica común es su reducido tamaño: todos son lo suficientemente pequeños como para pasar inadvertidos al ojo humano, siendo preciso el uso de dispositivos de aumento como el microscopio óptico o, en algunos casos, el microscopio electrónico para poder observarlos. La gran mayoría de los microorganismos son unicelulares, aunque una parte significativa de ellos tienen organización subcelular y unos pocos forman agrupaciones de células de tipo colonial sin llegar a constituir verdaderos organismos pluricelulares.

            El área de la ciencia biológica que se ocupa del estudio de los microorganismos es la microbiología. Esta parcela del conocimiento biológico tuvo un desarrollo relativamente tardío en comparación con otras y su nacimiento puede datarse a mediados del siglo XVII, cuando Anton van Leewenhoek  (Figura 20.1) realizó las primeras observaciones de lo que hoy conocemos como microorganismos a través del microscopio simple que él mismo había construido. Al igual que la citología, la microbiología languideció durante los siguientes doscientos años con una dedicación casi exclusiva a la descripción y catalogación de los distintos tipos de microorganismos que se iban descubriendo. Fue a mediados del siglo XIX cuando un renovado interés por algunas viejas polémicas, como la teoría de la generación espontánea, junto con el reconocimiento del papel de los microorganismos en la enfermedad y en determinados proceso industriales, como las fermentaciones, supuso la consolidación definitiva de esta ciencia.

            La teoría de la generación espontánea, según la cual seres vivos podían formarse espontáneamente a partir de materia inanimada, había sido descartada en su versión más amplia a finales del siglo XVII cuando Francesco Redi demostró experimentalmente que los “gusanos” que aparecían en la carne putrefacta eran en realidad larvas de insectos y que si la carne se protegía de manera que éstos no pudieran depositar sus huevos en ella las larvas no aparecían.  Sin embargo, el descubrimiento de los microorganismos resultó, paradójicamente, en un nuevo impulso para esta teoría, ya que muchos de ellos parecían surgir sin más en los líquidos en los que se ponían a macerar durante un tiempo distintos tejidos animales o vegetales. Más tarde, a finales del siglo XVIII, Lázaro Spalazanni demostró que estos microorganismos, entonces denominados “infusorios”, no aparecían cuando los frascos que contenían los tejidos en maceración se cerraban herméticamente y se sometían a ebullición. Esta demostración no fue suficiente para los partidarios de la generación espontánea, que argumentaban, en línea con los puntos de vista vitalistas predominantes por aquel entonces, que la ebullición había destruido la “fuerza vegetativa” presente en las infusiones. A comienzos del siglo XIX muchos creían que al hervir los frascos Spalazanni había destruido las propiedades “vivificantes” del aire que contenían, de las que sería responsable el recién descubierto oxígeno.

          A mediados del siglo XIX, Louis Pasteur (Figura 20.2) realizó una serie de experimentos que resultaron en la refutación definitiva de la teoría de la generación espontánea. Pasteur preparó infusiones del tipo de las que solían dar lugar a la aparición de microorganismos en unos matraces de vidrio a los que luego calentó el cuello a la llama con el objeto de estirarlo y moldearlo a modo de “cuello de cisne” (Figura 20.3). A continuación hirvió el contenido para eliminar cualquier microorganismo presente en la infusión. Estos matraces permanecieron abiertos, de manera que el aire en su interior podía renovarse por simple difusión, y fueron observados durante varios meses sin que en ninguno de ellos se detectase la presencia de microorganismos. Pasteur concluyó que los microorganismos que aparecían habitualmente en las infusiones llegaban en pequeño número a ellas a través de las partículas de polvo atmosférico en las que se encontraban y luego se reproducían en ellas al encontrar un medio rico en nutrientes. El cuello largo, estrecho y sinuoso de sus matraces había retenido todas las partículas de polvo ambiental impidiendo así la llegada de microorganismos al líquido, que permanecía estéril indefinidamente. Pasteur comprobó asimismo que si, inclinando los matraces, se permitía el acceso del líquido a la zona sinuosa en donde el polvo había quedado retenido, sí se producía crecimiento de microorganismos en él.

            Con este diseño experimental, sencillo y elegante, Pasteur desbarataba las críticas basadas en una presunta alteración de las propiedades del aire por efecto del calor. Es digno de mención el hecho de que algunos de los matraces de Pasteur, que se conservan en el Instituto que lleva su nombre en París, permanecen libres de crecimiento microbiano en la actualidad, después de casi 150 años. La presentación por Pasteur del informe titulado “Experiencias relativas a las generaciones llamadas espontáneas” ante la Academia de las Ciencias de París en el año 1860 puede considerarse el acta fundacional de la moderna microbiología.

            Es frecuente olvidar, cuando se habla de la refutación de la teoría de la generación espontánea, que tal refutación se refiere a la ocurrencia de este fenómeno en las condiciones actuales del planeta Tierra. Por ello conviene poner de manifiesto que las teorías actualmente aceptadas acerca del propio origen de la vida describen una suerte de “generación espontánea” ocurrida en el océano primitivo de nuestro planeta, en unas condiciones ambientales muy diferentes de las actuales.

            Otro hito en la historia de la microbiología lo supuso el reconocimiento del papel de los microorganismos, en concreto de  las levaduras, en los procesos de fermentación de los que se obtienen las bebidas alcohólicas y distintos tipos de alimentos. Fue también Louis Pasteur, que trabajó varios años al servicio de industriales fermentadores de la ciudad de Lille, quien identificó los distintos tipos de levaduras implicados en los distintos tipos de fermentación.

            De todos modos, el principal impulso de la microbiología resultó del reconocimiento del papel de los microorganismos en las enfermedades de carácter infeccioso. Aunque la existencia de organismos parásitos del tipo de los piojos o las lombrices intestinales, tanto en humanos como en el ganado, era conocida desde la antigüedad, el hecho de que distintos tipos de microorganismos podían también ejercer el parasitismo y causar enfermedades en los organismos hospedadores no fue reconocido hasta la segunda mitad del siglo XIX. Una vez más, Pasteur fue pionero en esta área de la investigación, cuando identificó al protozoo Nosema bombycis como el causante de una enfermedad que diezmaba a los gusanos productores de seda que cultivaban los industriales textiles de la Provenza. Sin embargo, la relación de los microorganismos con numerosas enfermedades humanas fue establecida inicialmente por Robert Koch (Figura 20.4), que identificó y aisló en 1876 a la especie bacteriana Bacillus anthracis como causante del ántrax. El descubrimiento de Koch fue seguido por la identificación y aislamiento de numerosos gérmenes causantes de un buen número de enfermedades, entre ellos los del cólera, difteria, tétanos, peste, sífilis y otros muchos.

            El enorme interés que despertó la relación entre microorganismos y enfermedad y las expectativas creadas de que se pudieran tratar enfermedades hasta entonces consideradas incurables propiciaron un gran auge de la microbiología, como ciencia auxiliar de la medicina, en los primeros años del siglo XX. Se desarrollaron técnicas para el cultivo de los microorganismos y también para su aislamiento y manipulación así como para su observación microscópica, incluyendo el uso de una gran variedad de colorantes y mejoras en el diseño de los microscopios. La búsqueda de sustancias capaces de matar a determinados microorganismos sin afectar a las células del hospedador condujo al uso generalizado de los antibióticos a mediados del siglo XX, lo que supuso un gran avance en el tratamiento de la mayoría de las enfermedades infecciosas.

            Aunque una gran parte del desarrollo de la microbiología se debió, como se ha dicho, a sus aplicaciones prácticas en la medicina y en la industria de los alimentos, muchos investigadores enfocaron su atención sobre microorganismos de las más variadas procedencias, poniendo de manifiesto su amplia difusión en los ecosistemas terrestres, su importancia en los ciclos biogeoquímicos y su gran diversidad bioquímica y metabólica. Por otra parte, dada la facilidad con que se pueden cultivar y manipular y su relativa simplicidad morfológica y funcional, el estudio de los microorganismos, en particular de las bacterias y los virus, ha sido y sigue siendo de gran utilidad en el desarrollo de los conocimientos genéticos y bioquímicos.

 

2.- CLASIFICACIÓN.

 

             Por ser los microorganismos un grupo tan sumamente heterogéneo su clasificación debe ser encuadrada en relación con la de los demás seres vivos. Los sistemas de clasificación de los seres vivos han venido evolucionando a lo largo de los últimos dos siglos y los cambios más significativos que se han ido produciendo afectan precisamente al amplio grupo que nos ocupa.

            En su Systema Naturae Carl von Linné (Figura 20.5) dividía en 1758 el mundo viviente en dos grandes Reinos: el reino animal y el reino vegetal. Los distintos tipos de microorganismos se fueron asignando a uno u otro reino a medida que iban siendo descubiertos atendiendo a criterios que no siempre suscitaban un acuerdo generalizado. Así, algunos organismos unicelulares móviles que presentaban afinidades con las células de los animales pluricelulares se les denominó protozoos y fueron asignados al reino animal, otros organismos unicelulares fotosintéticos fueron denominados algas unicelulares o protofitas y se asignaron al reino vegetal; las bacterias, algunas de las cuales  también realizan la fotosíntesis, aparecían en los tratados de botánica como un grupo más dentro del reino vegetal. A pesar de las dificultades que presentaba, el sistema de Linné se mantuvo vigente durante casi doscientos años, haciendo salvedad del intento de Ernst Haeckel en 1866 de establecer un tercer reino, llamado protistas, en el que agrupaba a un variado grupo de organismos de adscripción dudosa. Los libros de texto para la enseñanza de la biología de mediados del siglo XX seguían difundiendo la clasificación de los seres vivos en dos reinos.

            La constatación de que las diferencias entre las células procariotas y las células eucariotas son mayores que las existentes entre las animales y las vegetales condujo a la propuesta de Edouard Chatón en 1938 de dividir a los seres vivos en dos imperios, el procariota y el eucariota, manteniendo dentro de éste la división en reino animal y reino vegetal. En 1956 H. F. Copeland reestructuraba la propuesta de Chatón estableciendo cuatro reinos: el reino moneras, que agrupaba a todos los organismos procariontes, los tradicionales reinos animal y vegetal, y un cuarto reino, el protoctista, en que incluía a todos los eucariontes unicelulares y algunos de sus descendientes pluricelulares entre los que se encontrarían los hongos y las algas.

            La clasificación de los seres vivos que obtuvo más aceptación y resultó más duradera después de la de Linné fue el sistema de los cinco reinos propuesto por R. Whittaker en 1959 y ampliamente divulgado por Lynn Margulis en su obra Five Kingdoms. Este sistema divide a los seres vivos en los siguientes cinco reinos: a) Moneras: incluye a todos los organismos procariontes; b) Protistas: incluye a todos los eucariontes unicelulares (antiguos protozoos, algas y hongos unicelulares); c) Fungi: incluye a todos los hongos pluricelulares (que se desgajan así del reino vegetal); d) Plantae: incluye todos los hasta entonces llamados vegetales pluricelulares con excepción de los hongos; e) Animales: incluye a todos los hasta entonces llamados animales pluricelulares o metazoos. La clasificación de Whittaker sigue siendo en la actualidad la más difundida en los libros de texto para la enseñanza de la biología en la educación secundaria.

            La introducción de las técnicas de secuenciación de las proteínas y más tarde de los ácidos nucleicos, provocó un vuelco en los sistemas de clasificación de los seres vivos. La aplicación de estas técnicas a la clasificación de los seres vivos descansa sobre el supuesto de que secuencias similares de aminoácidos o nucleótidos denotan un mayor parentesco evolutivo entre las especies que las presentan, mientras que secuencias muy diferentes irían asociadas con una mayor divergencia a partir de un antepasado común más remoto. A mediados de la década de 1970 Carl R. Woese decidió aplicar estas técnicas tomando como referencia la secuencia de un gen que está presente en todas las formas de vida celular conocidas: el gen que codifica la molécula de rRNA 16S de la subunidad pequeña del ribosoma. Los primeros estudios confirmaron en líneas generales la corrección de las clasificaciones precedentes, realizadas sobre la base de estudios de tipo morfológico. Sin embargo, en el curso de estos estudios se produjo el descubrimiento de un nuevo grupo de microorganismos, las arqueobacterias, que hasta entonces había pasado desapercibido debido a su gran similitud morfológica con las bacterias, pero que presentaban claras divergencias a nivel bioquímico con respecto a éstas. Woese propuso en 1977 una nueva clasificación en la que el primitivo reino monera era sustituido por dos nuevos reinos: eubacteria, que incluía a las bacterias conocidas hasta entonces, y archaeobacteria, que incluía al grupo recién descubierto. Se ampliaba así el número de reinos a seis. Posteriormente el análisis más detallado de los datos moleculares reveló que existía un mayor parentesco evolutivo entre los organismos eucariotas y las arqueobacterias que entre éstas y las eubacterias, lo que condujo a Woese en 1990 a modificar su propuesta inicial sustituyendo la clasificación de los seis reinos por otra más simplificada que dividía a los seres vivos en tres grandes dominios: Bacteria, Archaea y Eukarya. El sistema de los tres dominios, con sus respectivas subdivisiones que equivaldrían a los tradicionales reinos, goza entre los estudiosos de la evolución de una aceptación bastante amplia aunque no total. Algunos investigadores, liderados por el veterano zoólogo y reputado evolucionista Ernst Mayr, han argumentado que es preferible mantener la unidad del imperio procariota reflejando así las claras diferencias morfológicas que existen entre los dos grandes tipos celulares, antes que incidir en las relaciones de parentesco evolutivo como hace el sistema de los tres dominios. Tales opiniones críticas se han plasmado en un sistema, propuesto en 2004 por T. Cavalier-Smith, que se compone de dos imperios, procariota y eucariota, que abarcan un total de seis reinos, los cuales no coinciden exactamente con los de otras clasificaciones.

            En los últimos años, diferentes estudios acerca de la ultraestructura celular atestiguan que existe una diversidad mucho mayor de lo que se creía dentro del dominio eukarya. Ello ha conducido a que muchos investigadores hayan propuesto la fragmentación del primitivo reino protistas en múltiples grupos que según muchos de ellos merecen la categoría taxonómica de reino (Figura 20.6).

            En la actualidad se tiende a representar la diversidad de los seres vivos en forma de árboles filogenéticos construidos atendiendo a los criterios de la sistemática filogenética o cladismo, ya utilizados por Woese en sus propuestas de clasificación. La sistemática filogenética se basa en un análisis cuantitativo de datos morfológicos y moleculares que permite establecer hipótesis acerca del parentesco evolutivo de las distintas especies, poniendo así mayor énfasis en la ascendencia común que en las similitudes morfológicas o adaptativas de los distintos grupos a considerar. Esta nueva filosofía sistemática ha desdibujado algunas de las fronteras arbitrariamente establecidas entre los antiguos reinos.  Así ocurre con la frontera entre organismos unicelulares y pluricelulares; algunos grupos de algas y hongos unicelulares, antiguamente clasificados como protistas, se encuadran hoy en las mismas ramas del árbol filogenético que sus compañeros pluricelulares (caso de las levaduras), mientras que grupos enteros de algas, como las algas rojas y las algas pardas, se han desgajado del reino plantas para constituir ramas independientes, junto con algunos compañeros unicelulares, dentro del dominio eukarya.

            En resumen, parece llegado el momento de desechar definitivamente las antiguas clasificaciones basadas en criterios antropocentristas (o al menos “animalia-centristas”) para adoptar un sistema de clasificación mucho más racional basado en el principio de ascendencia común. Está en marcha un ambicioso proyecto denominado The tree of life web (ToL), basado en la filosofía de la sistemática filogenética, en el que biólogos de todo el mundo están colaborando en la construcción de un sistema completo de clasificación filogenético en el que se plasme la unidad y la diversidad de la vida sobre la Tierra.

 

            En lo que se refiere a los microorganismos hay que resaltar que, sea cual sea el sistema de clasificación que se adopte, abarcan la mayoría de las ramas del árbol filogenético. En la Figura 20.7, en la que una versión simplificada del árbol filogenético se superpone a la clasificación de los tres dominios de Woese, se puede apreciar que sólo tres ramas terminales (las que corresponden a animales, hongos y plantas) corresponden mayoritariamente a organismos pluricelulares, mientras que todas las demás corresponden a distintos tipos de microorganismos.

            Otro aspecto a tener en cuenta es que las formas de vida subcelular (virus, viroides y priones) no aparecen reflejados en los sistemas de clasificación o árboles filogenéticos descritos. La razón es que estas formas parásitas intracelulares no parecen tener un origen común, sino más bien haber evolucionado en paralelo a partir de formas celulares de los distintos grupos de organismos a los que parasitan. Tradicionalmente se vienen considerando como un grupo aparte, con características especiales que justifican su no inclusión en las categorías taxonómicas establecidas.

 

 

3.- MICROORGANISMOS CON ORGANIZACIÓN CELULAR.

 

            Como ya se ha puesto de manifiesto al tratar acerca de su clasificación, los microorganismos con organización celular cubren por completo dos de los tres dominios en los que se ha dividido el conjunto de los seres vivos: el dominio bacteria y el dominio archaea, y abarcan un parte significativa del tercero de ellos, el dominio eukarya. Puesto que la estructura y fisiología de las células procariotas y eucariotas han sido ya tratadas en otros capítulos trataremos aquí brevemente algunos aspectos generales de estos microorganismos para pasar a continuación a un análisis más detallado de los microorganismos con organización subcelular.

 

3.1.- MICROORGANISMOS PROCARIONTES.

             Bacterias (Figura 20.8)y arqueobacterias  comparten la mayoría de sus características morfológicas, por lo que la existencia de éstas últimas como grupo diferenciado pasó desapercibida durante mucho tiempo. Las diferencias entre ambos grupos se encuentran sobre todo a nivel bioquímico y, en cierta medida, también ecológico. Entre las características bioquímicas que diferencian a ambos grupos destaca la presencia generalizada de intrones en los genes de las arqueobacterias mientras que en las bacterias son prácticamente inexistentes. Este rasgo de las arqueobacterias es compartido con las células eucariotas, lo que apoya la idea, previamente enunciada sobre la base del análisis de secuencias de algunos genes, de un parentesco evolutivo mayor entre ambos grupos que el que cualquiera de ellos exhibe en relación con las bacterias. Dicho de otro modo: existió un antepasado común de arqueas y eucariontes, que no lo fue de las bacterias. Tal circunstancia constituye un sólido apoyo argumental a favor de la clasificación filogenética que hemos llamado “de los tres dominios”.

            El descubrimiento de las arqueobacterias se produjo a raíz del interés que suscitaron ciertos microorganismos, hasta entonces considerados bacterias ordinarias, que habitaban en ambientes con condiciones físico-químicas extremas. Algunos de ellos viven en fuentes termales a temperaturas próximas a los 100ºC, otros en aguas con concentraciones salinas 10 veces superiores a las máximas toleradas por la mayoría de las células. En principio se consideró que este carácter “extremófilo” era una característica exclusiva de las arqueobacterias, pero pronto se vio que algunas especies de este grupo habitaban en ambientes con condiciones mucho más suaves. Por otra parte también existen bacterias adaptadas a vivir en condiciones extremas.

            Los microorganismos procariontes han colonizado con éxito todos los ambientes susceptibles de albergar vida que existen en nuestro planeta. Habitan en las aguas oceánicas y continentales, en las partículas de polvo atmosférico y en los suelos de ecosistemas de todas las franjas climáticas. Muchos de ellos se han adaptado a vivir en el interior de organismos pluricelulares con los que han establecido relaciones de parasitismo, comensalismo e incluso de simbiosis.

            Por otra parte, los microorganismos procariontes han desarrollado muchas y variadas formas de obtener la materia y la energía de su entorno que necesitan para mantener el estado vital. Muchos de ellos, entre los que se encuentran los que habitan en el interior de otros seres vivos, son heterótrofos y obtienen la energía de la oxidación de los compuestos orgánicos que encuentran en el medio en que viven. Entre ellos los hay aerobios y aneorobios. Otros muchos son autótrofos fotosintéticos y un buen número autótrofos quimiosintéticos. Éstos últimos han desarrollado la capacidad de usar como dadores de electrones para sus procesos de biosíntesis, además del agua otras sustancias inorgánicas, como el ácido sulfhídrico, el metano o el hidrógeno, lo que les permite colonizar ambientes prohibidos para otros microorganismos. Además, los autótrofos quimiosintéticos tienen una gran importancia en el funcionamiento de los ciclos biogeoquímicos, ya que son responsables de algunas de sus etapas esenciales, las cuales quedarían bloqueadas en ausencia de ellos.

 

3.2.- MICROORGANISMOS EUCARIONTES.

             Los miembros del antiguo reino protistas, es decir, los eucariontes unicelulares se venían dividiendo tradicionalmente en tres grupos: protozoos, algas unicelulares y hongos unicelulares. Esta división se basaba en ciertas características como la presencia o no de pared celular, la estructura de los órganos del movimiento como cilios y flagelos, y la presencia o ausencia de pigmentos fotosintéticos. En la actualidad los estudios de secuenciación de DNA y de la ultraestructura de distintos componentes celulares han “dinamitado” por completo el primitivo reino protistas arrojando unas 60 estirpes de microorganismos eucariontes a las que sólo en unos pocos casos parece posible agrupar en categorías taxonómicas superiores. Parece razonable pensar que cuando los organismos eucariontes evolucionaron, hace entre 1.500 y 2.000 millones de años, a partir de procariontes ancestrales, tuvieron un gran éxito adaptativo colonizando rápidamente multitud de hábitats diferentes. Ello trajo consigo una gran diversificación que ha quedado plasmada en la gran cantidad de estirpes que han llegado hasta nuestros días.

            Los microorganismos eucariontes presentan, aunque en menor grado que los procariontes, una considerable diversidad de modos de obtener la materia y la energía que necesitan. Muchos de ellos son heterótrofos, entre los que se encuentran algunos que son parásitos de algunos animales. Algunos son parásitos del ser humano y causantes de algunas enfermedades graves. Entre ellos cabe citar el Plasmodium falciparum, agente causante de la malaria, el Tripanosoma brucei gambiense (Figura 20.09), responsable de la enfermedad del sueño, Entamoeba hystolitica, causante de una de las variedades más graves de disentería. Otros muchos son autótrofos fotosintéticos, como la gran variedad de algas unicelulares que se encuentran formando parte del fitoplancton de todos los mares y aguas continentales del planeta.

 

3.3.- IMPORTANCIA Y UTILIDAD DE LOS MICROORGANISMOS.

 

            Además del papel indispensable que los microorganismos desempeñan en el funcionamiento de los ecosistemas y de los ciclos biogeoquímicos, muchos de ellos presentan por añadidura un interés especial para el ser humano. Analizaremos a continuación algunos ejemplos.

            La industria de la alimentación viene utilizando, ya desde tiempos muy remotos, las peculiaridades metabólicas de distintos tipos de microorganismos para obtener una amplia gama de productos. Destaca en este aspecto el uso de microorganismos anaerobios que producen transformaciones en los alimentos a través de la fermentación. Así, ciertas bacterias fermentadoras, que transforman los azúcares de la leche en ácido láctico, son utilizadas para la elaboración de distintos tipos de derivados lácteos como yogures, cuajadas y otros similares.  Otras se usan en la producción de encurtidos (coles ácidas, aceitunas, etc.).

            Por otra parte, las levaduras, que fermentan los azúcares de distintos productos vegetales dando lugar a etanol y CO2, son ampliamente utilizadas en la producción de una amplia variedad de bebidas alcohólicas y también en la fabricación del pan y productos de repostería.

            La industria farmacéutica también se ha beneficiado de la actividad de los microorganismos. Muchos de ellos producen sustancias que resultan tóxicas para otros con el objeto de poder competir más eficazmente a la hora de colonizar un hábitat determinado. Tales sustancias, conocidas como antibióticos, son ampliamente utilizadas en el tratamiento de las enfermedades infecciosas. Entre los microorganismos usados por la industria farmacéutica destacan los hongos filamentosos como el Penicillium notatum, del que se extrae la penicilina.

            La obtención de cantidades masivas de enzimas determinados a partir de cultivos bacterianos es otra de las posibles aplicaciones de los microorganismos. Estos enzimas se pueden utilizar, una vez extraídos en distintos procesos a gran escala de las industrias de la alimentación, textil, papelera y otras muchas.

            También la industria minera recurre a los microorganismos en el procesamiento de determinados minerales a través de un procedimiento denominado lixiviación microbiana.

            En la lucha contra la contaminación también se ha encontrado aplicación a distintos tipos de microorganismos capaces de metabolizar y degradar determinadas sustancias contaminantes. Este proceso, conocido como biorremediación, ha sido aplicado con éxito en la eliminación del petróleo y sus derivados derramados en episodios de marea negra.

            Por último, las aplicaciones de los microorganismos en el campo de la biotecnología son muchas y, en parte, todavía insospechadas. Así, en la ingeniería genética se utilizan microorganismos como vectores para transportar e introducir en las células los genes objeto de manipulación.

 

4.- VIRUS.

 4.1.- INTRODUCCIÓN HISTÓRICA.

             El término virus era utilizado en la antigua Roma para referirse a cualquier veneno de origen animal, y las enfermedades producidas por estos venenos eran conocidas como virulentas. Cuando a finales del siglo XIX se reconoció el papel de los microorganismos en la producción de enfermedades y a identificarse los gérmenes responsables de muchas de ellas, los microbiólogos comenzaron a utilizar el término virus para designar a todos los microorganismos patógenos. Así, en esta época se consideraba que las bacterias eran los “virus” causantes  de las enfermedades. Existían sin embargo algunos gérmenes infecciosos que se resistían a su identificación. Pasteur, aunque pudo demostrar que la rabia era producida por un agente infeccioso específico y transmisible, fue incapaz de cultivar este agente en los medios de cultivo en los que habitualmente crecían las bacterias, y tampoco pudo visualizar al microscopio ningún ejemplar al que poder atribuir la enfermedad. Poco después se pudo comprobar que estos agentes infecciosos tan escurridizos debían tener un tamaño mucho menor que el de las bacterias, ya que eran capaces de atravesar filtros de porcelana en cuyos finos poros quedaban retenidas todas las bacterias conocidas. A partir de entonces se les denominó “virus filtrables”. Surgió entonces la idea de que estos agentes podrían ser en realidad simples toxinas, es decir, sustancias químicas con efectos nocivos sobre el organismo. Pronto se pudo comprobar, sin embargo, que los “virus filtrables” se reproducían en el interior de los organismos infectados, lo que demostraba que eran auténticos microorganismos, aunque mucho más pequeños que los conocidos hasta entonces. En las primeras décadas del siglo XX se fue abandonando paulatinamente el uso del término “virus” para referirse a cualquier microorganismo patógeno y se reservó para designar exclusivamente a los agentes infecciosos a los que anteriormente se había llamado “virus filtrables”. El uso de esta terminología se ha extendido hasta la actualidad.

            Los esfuerzos por identificar los agentes causantes de las principales enfermedades infecciosas a comienzos del siglo XX demostraron que un buen número de ellas eran producidas y transmitidas por aquellos misteriosos agentes infecciosos. Y no sólo de las que afectaban al ser humano sino también a animales y también a plantas. En 1915 F. Twort y posteriormente F. d’Herelle detectaron la existencia de agentes de parecidas características que atacaban a determinados cultivos bacterianos produciendo la muerte por lisis celular de las bacterias afectadas. Concluyeron que se trataba de virus específicos de las bacterias a los que llamaron bacteriófagos (abreviadamente fagos). A partir de entonces la investigación se centró en gran medida en este tipo de virus, que se mostraron especialmente asequibles a su manipulación en el laboratorio y que presentaban además la ventaja de ser inocuos para el ser humano. A pesar de estos progresos la identificación y caracterización de esta variedad de microorganismos seguía resistiéndose a los esfuerzos de los investigadores y, presumiblemente a causa de su pequeño tamaño, nadie había conseguido visualizarlos al microscopio óptico.

            A comienzos de la década de 1930 se pudo por fin aislar y obtener en estado cristalino un virus bacteriófago y se comprobó que estaba constituido por proteína y DNA a partes aproximadamente iguales. Poco después sucedió lo mismo con el virus del mosaico del tabaco (Figura 20.10), que había sido identificado ya a comienzos del siglo como el agente causante de esta enfermedad vegetal. El análisis químico al que fue sometido reveló que estaba compuesto exclusivamente por proteína y RNA. Los virus parecían ser agentes compuestos exclusivamente por proteínas y un tipo de ácido nucleico. A finales de esa misma década la microscopía electrónica recién descubierta permitió por fin visualizar estos agentes infecciosos.

            La investigación sobre los virus sufrió un impulso considerable con la con la entrada en escena, a finales de la década de 1930, de un grupo de investigadores procedentes de campo de las ciencias físicas, capitaneados por Max Delbrück, que habían decidido dirigir sus esfuerzos a averiguar la naturaleza del material genético. Estos investigadores encontraron en los virus bacteriófagos un material experimental extraordinariamente útil para sus propósitos. Desde entonces el desarrollo del conocimiento de la naturaleza y modo de vida de los virus corrió parejo y sirvió de apoyo al de los conocimientos en los campos de la bioquímica y la genética molecular.

 

4.2.- NATURALEZA DE LOS VIRUS.

              Los virus son entidades subcelulares, es decir, su grado de organización es inferior al celular. Están constituidos casi a partes iguales por proteínas y un ácido nucleico, que puede ser DNA o RNA pero nunca los dos a la vez. Son capaces de penetrar en las células vivas y de reproducirse en su interior y sólo allí, por lo que puede considerárseles parásitos intracelulares obligados. Sin embargo, el tipo de parasitismo que desarrollan los virus presenta características que lo hacen diferente de cualquier otro conocido, pues tiene lugar a nivel genético.

            Los virus carecen de maquinaria metabólica propia y en su lugar utilizan la de la célula parasitada. Cuando un virus penetra en una célula toma el control de su metabolismo de manera que una parte de los enzimas y de la maquinaria celular de producción de energía abandona sus funciones primordiales y se ponen al servicio del virus, dedicándose exclusivamente a la producción de la progenie viral. Las nuevas partículas víricas así generadas tienen a su vez capacidad infectiva y pueden penetrar en otras células para reproducirse en su interior.

            Este particular modo de vida que exhiben los virus ha suscitado extensas discusiones acerca de si deben ser considerados o no como auténticos seres vivos. En efecto, en tanto que un virus se encuentra reproduciéndose en el interior de una célula viva exhibe al menos una de las funciones que tradicionalmente se vienen considerando características de los seres vivos, es decir, la reproducción. Sin embargo, cuando se encuentran fuera de las células, las partículas virales no presentan ningún tipo de actividad bioquímica, carecen de un metabolismo energético propio, e incluso pueden cristalizar a partir de suspensiones y los cristales resultantes permanecer inactivos durante largos períodos sin perder su estructura y propiedades, comportándose a todos los efectos como materia inanimada. Cuando los virus cristalizados se suspenden de nuevo en un medio adecuado y se permite su acceso a células vivas recuperan su capacidad infectiva y vuelven a reproducirse en el interior de las mismas.

            Algunos autores han tratado de zanjar la polémica argumentando que los virus se encuentran “en la frontera de la vida” y que sólo deben considerarse seres vivos cuando están reproduciéndose en el interior de las células parasitadas. Es posible que se trate de una de esas discusiones bizantinas que salpican la historia de la ciencia. Lo que sí se puede afirmar es que los virus constituyen uno de los productos más sofisticados de la evolución biológica en la medida en que se encuentran entre los que con mayor eficacia y economía manipulan la materia y la energía del entorno en su propio beneficio.

 

4.3.- ESTRUCTURA DE LOS VIRUS.

 

            Las partículas víricas individuales con capacidad infecciosa se denominan viriones. Un virión se compone de una molécula de ácido nucleico (DNA o RNA) y una cubierta proteica que la envuelve denominada cápside. Su tamaño oscila entre los 20 y los 300 nm.

            El ácido nucleico constituye el genoma del virus y contiene información para la síntesis de las proteínas de la cápside y, en algunos casos, para la de algunos enzimas implicados en la replicación del propio ácido nucleico y en la expresión de su información. Los ácidos nucleicos virales, tanto en el caso de los virus de DNA como en el de los de RNA, son en unos casos monocatenarios y e otros bicatenarios. En muchos virus de DNA la molécula presenta estructura circular, aunque también los hay de estructura lineal. Por el contrario entre los virus de RNA predominan los de estructura lineal aunque se han descrito algunos casos de estructura circular. El tipo de ácido nucleico y sus características estructurales constituyen uno de los principales criterios de clasificación de los virus.

            La cápside viral está constituida por proteínas globulares denominadas capsómeros que espontáneamente se asocian para formar una estructura tridimensional hueca que alberga al ácido nucleico en su interior. Por lo general, las cápsides virales presentan formas geométricas regulares que responden a alguno de los siguientes tipos:

  • Cápside helicoidal.- Los capsómeros son todos iguales entre sí y se disponen helicoidalmente alrededor de un armazón que no es otro que el propio ácido nucleico viral. Es el caso del virus del mosaico del tabaco (Figura 20.11).

  • Cápside icosaédrica (Figura 20.12).- Existen al menos tres tipos de capsómeros que se disponen ocupando respectivamente las caras, aristas y vértices de un icosaedro regular hueco, en cuyo interior se empaqueta el ácido nucleico. Muchos virus presentan tipos adicionales de capsómeros que se disponen en el exterior de la estructura y tienen la misión de interactuar con la superficie de las células a infectar. Entre los virus de cápside icosaédrica se encuentran los adenovirus responsables del catarro común.

  • Cápside compleja.- Presentan distintos tipos de capsómeros de cuyo ensamblaje resultan las siguientes estructuras que forman parte de la cápside: a) Cabeza.- estructura icosaédrica similar a las cápsides icosaédricas ya comentadas; b) Cola.- estructura helicoidal hueca que comunica la cabeza con el exterior y permite la salida del ácido nucleico durante la infección; c) Collar.- anillo proteico que ensambla la cabeza y la cola; d) Placa basal.- estructura situada al final de la cola que permite al virus fijarse sobre la superficie de la célula a infectar; puede presentar unas prolongaciones denominadas espinas que facilitan la adsorción de la partícula viral a la superficie celular. Muchos virus bacteriófagos presentan este tipo de cápside (Figura 20.13).

            Adicionalmente, algunos virus presentan una envoltura lipoproteica, similar a una membrana celular, situada externamente con respecto a la cápside. Esta envoltura puede concebirse como un resto de la membrana plasmática de las células infectadas que rodea al virus cuando sale de ellas. Sin embargo, algunos virus incorporan a esta envoltura lipoproteica sus propias proteínas, que desempeñan un papel relevante en el reconocimiento de la superficie de las células a infectar. Un ejemplo de virus con envoltura lipoproteica es el virus de la gripe.

            Además de los componentes estructurales de la cápside algunos viriones incluyen algunas moléculas proteicas adicionales, con función enzimática, que desempeñan diferentes funciones en el proceso de infección. Tal es el caso del virus de la inmunodeficiencia humana, responsable del SIDA, cuyo virión contiene una molécula del enzima transcriptasa inversa, necesaria durante la fase inicial de la infección.

 

4.4.- CLASIFICACIÓN DE LOS VIRUS.

             El principal criterio que se ha utilizado para clasificar a los virus es el tipo de ácido nucleico que presentan. En la década de 1970 el experto virólogo y premio Nobel David Baltimore propuso un sistema de clasificación de los virus de una gran sencillez y elegancia, que, con pequeñas modificaciones, sigue utilizándose hoy en día. El sistema se basa en que la expresión del genoma viral en forma de proteínas virales siempre pasa por una molécula de mRNA. Los pasos que se han de ejecutar para sintetizar esta molécula a partir de un genoma viral concreto permite establecer seis grupos principales (Figura 20.14),en función de que el ácido nucleico sea DNA o RNA, de que éste sea de cadena doble o cadena sencilla, y, para los virus de RNA, de cual sea el modelo de expresión de la información genética que poseen (transcripción ordinaria o transcripción inversa).

 

            En segundo lugar, para establecer los distintos grupos dentro de los seis principales, se utilizan criterios estructurales como la presencia o ausencia de envoltura lipoproteica o la morfología de la cápside viral. Por último, se recurre al tipo de células a las que infectan (animales, vegetales o bacterianas). Así se han establecido alrededor de 30 grupos de virus diferentes.

 

4.5.- CICLO REPRODUCTIVO DE LOS VIRUS. 

            En el ciclo reproductivo de los virus se distinguen varias etapas: entrada, eclipse, multiplicación y liberación. Analizaremos a continuación estas etapas.

 A)   ENTRADA EN LA CÉLULA.

       La entrada de una partícula viral en la célula a infectar tiene lugar en dos etapas. La primera es la adsorción del virión a la superficie celular. No se conoce en los virus ningún tipo de motilidad del tipo de los tropismos que presentan muchos organismos unicelulares. Todo indica que los desplazamientos de las partículas víricas son debidos exclusivamente al movimiento browniano, de manera que sus encuentros con las células son fruto del azar. Sin embargo, las cápsides virales o sus envolturas lipoproteicas según los casos disponen de proteínas específicas capaces de reconocer mediante complementariedad estructural a determinados receptores glucoproteicos de la superficie celular, estabilizando así la adsorción de la partícula una vez producido el encuentro.

      Una vez producida la adsorción, la segunda fase consiste en la penetración de la partícula vírica completa (Figura 20.15), o bien de su ácido nucleico, en el citoplasma celular donde ha de reproducirse. Los distintos tipos de virus presentan distintas modalidades de penetración en función de la morfología de su cápside y de la presencia o ausencia de envoltura lipoproteica:

  • Penetración directa.- Es propia de algunos virus sin envoltura lipoproteica. La partícula vírica se abre paso a través de la bicapa lipídica de la membrana celular y accede directamente al citosol.

  • Fagocitosis.- Otros virus carentes también de envoltura penetran en el interior de una vesícula endocítica tras ser fagocitados por la célula. A continuación enzimas incorporados en la partícula vírica degradan la membrana de la vesícula y liberan al virus en el citosol. Existen también virus con envoltura lipoproteica que recurren a esta vía de entrada; la liberación en el citosol se produce en este caso por fusión de las membranas de la envoltura viral y del fagosoma.

  • Fusión de membranas.- Los virus con envoltura lipoproteica penetran mediante una fusión de esta envoltura con la membrana celular que libera la cápside viral directamente en el citosol

  • Inyección.- Los virus con cápside compleja, como muchos bacteriófagos se fijan a la superficie celular e inyectan su ácido nucleico en el citoplasma permaneciendo toda la estructura proteica en el exterior (Figura 20.16). Para ello la vaina externa de la cola se contrae de manera que el núcleo interior de la misma perfora la membrana celular poniendo en comunicación la cabeza de la cápside con el citosol.

B)    ECLIPSE.

      En los primeros tiempos de la investigación sobre los virus un resultado experimental llamó poderosamente la atención de los investigadores: durante los primeros minutos transcurridos tras la infección vírica no aparecían partículas con capacidad infecciosa dentro de las células infectadas; el virus parecía haberse esfumado tras penetrar en la célula, para reaparecer al cabo de algún tiempo (unos diez minutos en el caso de los bacteriófagos) en forma de nuevas partículas infecciosas. La existencia de este período, que fue denominado el eclipse, encerraba información valiosa acerca de la naturaleza del proceso de reproducción viral.

      El eclipse se produce porque tras el proceso de penetración (o durante el mismo cuando la penetración es mediante inyección del ácido nucleico) el virión se desensambla liberando así el ácido nucleico viral en el citoplasma celular. Sea cual sea el mecanismo de penetración las cápsides vacías se desechan y ya no formarán parte de la siguiente generación de virus. En cualquier ciclo de reproducción viral siempre existe una fase en la que el virus es una simple y desnuda molécula de ácido nucleico que contiene la información para fabricar nuevos virus. Durante el eclipse, el ácido nucleico viral se confunde entre la multitud de macromoléculas presentes en el citosol celular y no es posible distinguirlo experimentalmente de ellas.

      La duración de la fase de eclipse define dos tipos de ciclo vital bien diferenciados que analizaremos a continuación (Figura 20.17):

  • Ciclo lítico.- Es la modalidad que presenta la mayoría de los virus. El eclipse dura sólo unos cuantos minutos: los que transcurren entre la llegada del ácido nucleico al citosol y el ensamblaje de las primeras partículas víricas de la nueva generación. En esta modalidad el ácido nucleico viral toma inmediatamente el control de la maquinaria celular y comienza la fase de multiplicación.

  • Ciclo lisogénico.- Es propio de algunos bacteriófagos aunque también aparece en algunos virus de células animales. El eclipse es muy largo, pudiendo en algunos casos llegar a durar años. El ácido nucleico viral, en lugar de iniciar inmediatamente la fase de multiplicación, se integra en material genético de la célula infectada. Para ello utiliza enzimas celulares implicados en procesos de recombinación del material genético de la propia célula. Una vez integrado, el ácido nucleico viral permanece silente durante un período variable permitiendo a la célula infectada desarrollar sus actividades con normalidad. Cada vez que la célula replica su material genético para preparar la siguiente división celular, replica también inadvertidamente el ácido nucleico viral, que de este modo es transmitido en las sucesivas generaciones celulares a toda la descendencia de la célula inicialmente infectada. En un momento dado y como respuesta un cambio en las condiciones ambientales el ácido nucleico viral se libera del material genético de todas las células que lo han recibido, utilizando para ello los mismos enzimas que en el proceso de integración, y desencadena en todas ellas la fase de multiplicación poniendo así fin al período de eclipse.

 

C)   MULTIPLICACIÓN. 

      La fase de multiplicación consiste en la producción de nuevas partículas virales infectivas, siguiendo las instrucciones contenidas en el ácido nucleico viral y utilizando para ello la maquinaria bioquímica y los nutrientes de la célula infectada. Consta de dos procesos diferenciados (Figura 20.18). Uno de ellos es la replicación del genoma viral, creando nuevas copias del mismo que serán incorporadas a las nuevas partículas víricas. El otro es la expresión de la información contenida en dicho genoma, a través de los procesos de transcripción y traducción, para sintetizar las proteínas que a continuación se ensamblarán para formar las nuevas cápsides virales. El proceso de ensamblaje es en algunos virus totalmente espontáneo y depende de las condiciones físico-químicas del medio; en otros intervienen determinados enzimas que también están codificados en el genoma del virus.

 

D)   LIBERACIÓN. 

      Una vez ensambladas las nuevas partículas víricas deben salir al exterior de la célula infectada para poder infectar nuevas células y reproducirse en su interior. Existen dos modalidades principales de este proceso de liberación de la progenie viral:

  • Lisis celular.- La liberación se produce por rotura de la membrana de la célula infectada por acción de enzimas degradativos codificados en el genoma del virus. Este mecanismo conlleva la muerte de la célula.

  • Infección permanente.- Las nuevas partículas virales se van liberando a medida que van siendo ensambladas sin producir la destrucción de la célula infectada, que puede así seguir produciendo nuevas partículas indefinidamente. En este caso la salida tiene lugar por un mecanismo inverso al de entrada. Los virus sin envoltura lipoproteica abren, mediante enzimas adecuados, una brecha temporal en la membrana por la que salen al exterior, o bien lo hacen por exocitosis en el seno de vesículas secretoras de la propia célula. Los que poseen envoltura lipoproteica se liberan por gemación, arrastrando un fragmento de la membrana celular que constituirá su nueva envoltura.

 

 

 

 

 

4.6.- ORIGEN EVOLUTIVO DE LOS VIRUS. 

            El origen evolutivo de los virus es uno de los temas que la moderna biología no ha conseguido todavía esclarecer, situándose las respuestas que hasta ahora se han dado a este problema en el terreno de la especulación. En gran medida este hecho se debe a que el registro fósil de estos microorganismos es prácticamente inexistente y no se ha detectado en la actualidad ninguna forma de virus que pudiéramos considerar “primitiva”.

            Una interpretación del origen evolutivo de los virus, bastante desacreditada en la actualidad, sugería que estos microorganismos podrían ser en realidad las formas de vida más primitivas que aparecieron sobre la Tierra, a partir de las cuales habrían evolucionado todas las demás. Tal interpretación descansa en la evidencia de que los virus son las entidades vivas más simples en cuanto a su organización que existen en la biosfera actual. Un grave inconveniente de esta teoría consiste en que, por ser los virus parásitos intracelulares obligados, difícilmente podrían ser evolutivamente anteriores a las células a las que parasitan.

            En la actualidad dos teorías rivalizan en la explicación del origen de los virus. Según una de ellas los virus descenderían de microorganismos con organización celular que en el pasado habrían desarrollado una forma de parasitismo intracelular. Estos parásitos habrían evolucionado hacia una simplicidad cada vez mayor, deshaciéndose de estructuras celulares y abandonando procesos metabólicos que les resultaban superfluos en el medio intracelular. La simplificación habría conducido a un parasitismo intracelular obligado ya que estos virus ancestrales serían ya incapaces de desarrollar un ciclo vital fuera de las células parasitadas. Las últimas etapas de este proceso consistirían en la pérdida total de una maquinaria bioquímica y un metabolismo energético propios, que les serían proporcionados por la célula hospedadora, y la desaparición de la envoltura membranosa característica de los organismos con organización celular.

            La otra teoría sugiere que los virus podrían haber tenido su origen en genes vagabundos. Multitud de procesos celulares dan lugar a fragmentos de ácidos nucleicos cuyo destino es en la mayor parte de los casos la degradación por las nucleasas de la célula. Así ocurre en procesos como la recombinación genética, la reparación del DNA, la maduración del RNA y muchos otros. Puede suceder que en algunos casos estos fragmentos de ácido nucleico eludan la acción de las nucleasas y adquieran una cierta estabilidad, llegando incluso a replicarse por acción de la maquinaria celular y a desarrollar la capacidad de transferirse de una célula a otra. La selección natural habría favorecido a aquellos fragmentos que contuviesen información para fabricar algunas proteínas, siempre que éstas contribuyesen a la estabilidad del ácido nucleico y a mejorar su capacidad de “infectar” nuevas células. Así habrían surgido las cápsides virales.

            Es posible que las dos teorías expuestas sean en mayor o menor grado acertadas. Existe un amplio acuerdo sobre la afirmación de que los virus no constituyen un grupo monofilético, es decir, distintos grupos de virus pudieron tener orígenes independientes, en épocas diferentes y a partir de grupos de organismos celulares diferentes. No necesariamente en todos los casos el origen del virus tuvo que responder al mismo proceso, de manera que en unos casos la teoría del parásito simplificado podría ser la adecuada, mientras que en otros lo sería la del gen vagabundo.

 

5.- VIROIDES. 

            En 1967 se descubrió que el agente causante de cierta enfermedad de la planta de la patata era una pequeña molécula de RNA circular que carecía de cápside proteica y de cualquier tipo de envoltura. El agente era capaz de replicarse dentro de las células y de infectar a sus vecinas produciendo en todas efectos patológicos. Desde entonces se ha detectado la presencia de estas moléculas de RNA “desnudas” a las que se ha denominado viroides, en distintos organismos vegetales. Los viroides son los agentes infecciosos más pequeños y más simples conocidos. No contienen información que codifique ningún tipo de proteína por lo que dependen totalmente de la maquinaria replicativa de la célula hospedadora.

            El descubrimiento de los viroides apoya la teoría del gen vagabundo sobre el origen de los virus. Es posible que los viroides representen etapas tempranas de la evolución de los virus, los virus “primitivos” que hasta hace poco no se habían detectado. Hasta la fecha no se han encontrado viroides de DNA pero no se puede descartar que existan.

 

6.- PRIONES. 

            En 1982, tras varios años de investigación, Stanley Prusiner (Figura 20.19) descubrió un nuevo tipo de agente infeccioso al que denominó prión (abreviatura de proteinaceous infectious particle). Los priones son los agentes causantes de un cierto número de enfermedades neuro-degenerativas que afectan al ganado y también a humanos, conocidas como encefalopatías subagudas espongiformes transmisibles (ESET). Entre ellas se encuentra el “scrapie” o prurito lumbar de las ovejas, la  encefalopatía espongiforme bovina (enfermedad de las “vacas locas”), el kuru (enfermedad hoy en vías de erradicación que afectaba a ciertos indígenas de Nueva Guinea que hasta 1950 practicaban una forma de canibalismo ritual), la enfermedad de Creutzfeldt-Jacob (CJD) y otras similares.

            Cuando Prusiner consiguió aislar priones en estado puro a partir de cerebros de hamster infectados descubrió, con gran sorpresa de la comunidad científica, que estaban compuestos exclusivamente por proteína. Además, la capacidad infecciosa de los priones resistía todo tipo de tratamientos de los que habitualmente afectan a los ácidos nucleicos, lo que indicaba que carecían de ellos. La partícula infecciosa consistía en una única cadena polipeptídica de unos 250 aminoácidos de longitud, demasiado pequeña como para albergar en su interior un genoma de ácido nucleico por pequeño que este fuese. Esta proteína fue denominada por Prusiner PrP (proteína del prión).

            Los priones parecían ser los primeros organismos vivos carentes de ácido nucleico y que, por lo tanto, contravenían en toda su extensión el “dogma central” de la biología molecular, pues parecían consistir en una especie de “proteína autorreplicante” cuya secuencia de aminoácidos no estaba codificada por ninguna secuencia de nucleótidos. No se conocía ningún mecanismo de síntesis de proteínas capaz de explicar tal capacidad de replicación.

            La siguiente sorpresa fue que PrP se encontraba también en individuos no infectados, siendo un constituyente normal de las células nerviosas que se encontraba codificado en su genoma al igual que las demás proteínas. Prusiner llamó PrPc (proteína celular) a la proteína presente en los individuos sanos y PrPsc (proteína infecciosa del “scrapie”) a la proteína patogénica . El análisis de una y otra proteína reveló que ambas tenían idéntica secuencia de aminoácidos y que estaban codificadas por el mismo gen, el cual se encontraba presente en todas las especies susceptibles a las encefalopatías espongiformes. La pregunta que surgió inmediatamente fue que, si ambas proteínas eran idénticas en secuencia ¿cuál era la diferencia que convertía a una de ellas en patógena y a la otra no? Los análisis cristalográficos realizados hasta la fecha, si bien no arrojan datos concluyentes, apuntan a a que la diferencia se encuentra a nivel de la conformación tridimensional. PrPc presenta una conformación rica en tramos en hélice-α (Figura 20.20), mientras que en PrPsc una parte de los tramos en hélice parecen haber virado hacia la conformación en lámina β. Otra diferencia relevante entre ambas proteínas es que PrPc es sensible a la acción de las proteasas celulares mientras que PrPsc se muestra resistente a ellas.

            La hipótesis de Prusiner, todavía no totalmente corroborada, es que la molécula de PrPsc es capaz de interactuar directamente con la de PrPc provocando en ella un cambio conformacional que la transforma en una segunda molécula de PrPsc. Una sola molécula de PrPsc puede inducir la transformación de muchas moléculas de PrPc en PrPsc, que a su vez adquieren capacidad transformadora, produciendo un efecto cascada. La resistencia a las proteasas de PrPsc provocaría su acumulación intracelular y con ella, a través de un mecanismo todavía no conocido, el efecto patógeno característico.

 

            Queda por dilucidar el mecanismo por el que PrPsc es capaz de inducir el mencionado cambio conformacional. Se ha sugerido que PrPsc podría actuar como una chaperona (proteínas celulares responsables del plegamiento de otras proteínas). Tampoco se sabe cuál es la función de PrPc en los individuos sanos, aunque su localización en la membrana plasmática de las neuronas apunta a que esta función pueda estar relacionada con la sinapsis neuronal.

            De confirmarse la hipótesis de Prusiner, la violación por los priones del “dogma central” de la biología molecular no sería tan flagrante. Habría que considerar que los priones no son auténticos seres vivos sino moléculas integrantes de los organismos hospedadores que han adquirido  la capacidad de comportarse como agentes infecciosos.